sábado, 22 de marzo de 2008

Reflexiones: ¿Hay cuentos buenos y malos, lindos y feos?


Estas reflexiones se basan en mi experiencia como lectora feroz, cuentista, narradora oral, correctora de originales y traductora literaria. Desde hace unas décadas, me relaciono con estos especimenes que son los cuentos desde varias perspectivas, todas satisfactorias.

No pretendo presentarme aquí como la inventora del té con limón, sino compartir con ustedes algunas experiencias que he acumulado, después de vagar mucho y con placer por el fabuloso mundo de los cuentos.

Si parafraseamos otra vez al doctor Dyer, “bueno” y “malo” son opiniones acerca de las cosas de esta mundo, basadas, por lo general, en las preferencias personales. El cuento que a uno le gusta o con el que uno está de acuerdo le parece bueno y todos los demás, malos. Entonces, al encontrarnos con un relato que es distinto de uno, que no está de acuerdo con nuestros gustos y preferencias subjetivas y variables, en vez de limitarnos a calificarlo de diferente, lo rotulamos como malo y, por lo tanto, esa etiqueta justifica nuestra antipatía hacia él, que lo combatamos o que lo descartemos (cada uno elige). Parafraseando a Fontanarrosa (él hablaba sobre las palabras), ¿por qué se dice que hay cuentos malos? ¿Porque les pegan a los otros cuentos? ¿Por eso son malos?

La gente se pasa la vida practicando la costumbre maniquea de calificar los relatos como buenos o malos, para, luego, olvidarlos, en vez de experimentarlos plenamente. Los cuentos no saben ser otra cosa que cuentos. Déjenlos. Sólo hacen lo que saben hacer. En definitiva, el concepto de "bueno” y “malo”, para el común de las gentes, sólo es un criterio personal, un gusto o parecer en un determinado momento de la vida. Y tener una opinión contraria no siempre significa estar en un error. Creo que habría que fijarse, más bien, en si el relato en cuestión es efectivo o no para lograr sus objetivos específicos (contar una historia, transmitir una idea).

Lo mismo se aplica a los calificativos “lindo” y “feo”. Los cuentos nos son más lindos o más feos que otros; simplemente son distintos. Una historia, de por sí, no es fea, a menos que uno quiera considerarla así (por ejemplo, relatos sobre la muerte). Uno no tiene por qué mostrarse de acuerdo con nada, si no quiere hacerlo, y mucho menos con el empleo de términos que no sirven más que para situar a una clase de cuentos por encima de otros, sobre la base de unos cánones subjetivos y pasajeros de “belleza” y “fealdad”. Con este criterio, una nariz voluminosa sería fea en un ser humano. No lo es de por sí, a menos que uno quiera considerarla de esta manera. (Les cuento que acostumbro rodearme de amigos narigones, según los dictados estéticos actuales. Algunos son verdaderos tucanes, pero yo encuentro sus naricitas coquetonas y con personalidad; los quiero, tengan el apéndice nasal que tengan, y todo el mundo contento. Con los relatos, pasa lo mismo.)

No le haga caso a las opiniones de los otros, por más títulos impresionantes que le desplieguen bajo las narices (perdón). No acepte criterios de segunda mano; usted es lo suficientemente inteligente como para formarse un parecer propio, ¿no? Acepte los cuentos tal cual son, sin juzgarlos. Eso sí, fíjese si el relato en cuestión es eficiente o no para alcanzar sus propósitos. ¿Cuál es la intención narrativa del escrito? ¿La logra? Esa sería una buena brújula orientadora en este caos de los juicios y pre-juicios (léase juicios previos), que tantas discusiones generan.

Pensar puede ser una enfermedad cuando se exagera. Permítase un instante apacible con un cuento, con el cerebro en blanco. El relato se disfruta mucho mejor cuando el pensamiento no anda de por medio, cuando simplemente el cuento es, y uno lo experimenta. Después se verá qué se hace con esa historia, si se incorpora al repertorio del narrador oral, si se agradece un buen instante de esparcimiento, si el libro se dona a una biblioteca, uno sabrá.

Rememore la experiencia más hermosa que haya tenido con un cuento. Mientras la examina, pregúntese: ¿qué fue lo que la hizo tan especial? La respuesta tal vez sea que usted se encontraba tan inmerso en experimentar el cuento que ni siquiera tuvo conciencia de lo que pensaba sobre el relato mientras éste se desarrollaba. Usted se dejó llevar por el disfrute, sin razonar, suspendiendo todo juicio racional. Durante la experiencia, estaba tan entregado a la acción, a lo que pasaba en el cuento, que su mente no se enfocaba en pasar un rato de goce, sino que el cerebro se mantenía ajeno a todo análisis y reflexión. Usted dejó que el cuento hiciera lo que tenía que hacer, o sea, hacerle disfrutar de una experiencia amorosa y cuajada de deleite, sin que usted se devanara los sesos acerca del cómo, del porqué o del cuándo. El relato, entonces, funcionó.

Leer un cuento es un proceso sencillísimo que le permite a usted aliviar las tensiones y la ansiedad acumulada en su mente a causa del esfuerzo excesivo, mediante el procedimiento de hacer que el cerebro se relaje y permanezca en silencio, disfrutando del relato. Fácil, económico y eficaz. Usted elige. Los cuentos siempre van a estar ahí, como seres saludables que desean compartir sus emociones, sin guardárselas ni retacearlas.

Justo lo que me recomendó el doctor.

© Gabriela Villano. 2007.

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