Semejanzas entre el acto de escribir y el acto carnal. Clases de comportamiento “amatorio” de los cuentos, según este paralelismo jocoso y de buen gusto.
Como les dije en la primera parte de este artículo, estas reflexiones biológicas y orgánicas se basan en mi experiencia como lectora feroz, cuentista, narradora oral, correctora de originales y traductora literaria. No pretendo presentarme aquí como la inventora del helado, sino compartir con ustedes algunas reflexiones que he acumulado, después de vagar mucho y con placer por el fabuloso mundo de los cuentos.
Cabe aclarar que, en estas reflexiones, no vamos a poner bajo el microscopio los cuentos enrolados en el género erótico, sino que examinaremos las estructuras de armado o confección de los relatos en general y su modo de relacionarse con el lector (comportamiento amatorio).
Después de pasar por la introducción, llegamos al:
Desarrollo (el durante, en plena “intimidad”)
Una vez hecha la introducción del relato, el nudo o desarrollo se nos presenta de varias maneras. Hay relatos sádicos que, a partir de este momento, nos hacen sufrir y se divierten al inflingirnos dolor, a veces, mediante la acumulación de suspenso o misterio en la trama (uno se muere de ganas de saber cómo termina la historia y le duele aguantarse hasta llegar al final).
Lamentablemente, este efecto también puede ser el producto de una pluma insoportable. Hay lectores masoquistas que se la aguantan como comandos de elite, sin importar la calidad del escrito que tengan debajo de las narices. Hay que terminarlo sí o sí, caiga quien caiga (por lo general, uno).
Hay cuentos que nos mortifican con crueldad y sutileza, paso a paso, pero nos entregan un goce positivo. Otros vienen en catarata, arrebatan y abruman (el estilo “tsunami” también tiene su encanto). Hay algunos que son un dulce suplicio (vale la pena postergar el momento de la gratificación o desenlace) o bien son un castigo atroz (aquellos que no se pueden leer por ininteligibles o pesados).
Respecto de esta última variedad tremebunda, todo depende de la capacidad de aguante masoquista del lector y de cuánto le guste la tortura o ser humillado por aquellos escribientes pedantes que creen que el lector es un infradotado y lo tratan como tal. También depende de las ganas que uno tenga de ser golpeado e insultado por un relato mal confeccionado y por una ortografía, puntuación o redacción que dan lástima. Hay de todo, para todos los gustos.
Lo peor es que el pobre cuento con defectos de confección se debe someter a tratamientos dermoestéticos y cosméticos, cuando no cirugía mayor y diván, para poder remontar la depresión en la que se ha hundido ¡porque nadie le lleva el apunte! Lamentablemente, la forma viciada arruina el fondo que, de por sí, puede ser valioso e interesante. No sean crueles con los relatos, que los voy a denunciar a la APC (Asociación Protectora de los Cuentos, con sede en Ginebra).
Existe un fuerte componente emocional en el deseo del lector, y hay algunos a los que les encanta que el cuento los domine o los someta. Creo que se trata de gente que tiene ganas de ser controlada por la magia del cuento, tanto que hasta se olvidan del tiempo que marca el reloj, del entorno y del propio cuerpo. Este placer mutuo es esencial para la satisfacción del cuento y del lector (a los relatos también les gusta que uno los acaricie al pasar las hojas, los repase con la vista y regrese a ellos una vez más).
Así que, en este momento del desarrollo del relato, tenemos a un lector que, por lo general, presenta los siguientes síntomas: aumento del ritmo respiratorio y de la presión arterial (por el suspenso, misterio o emoción del cuento), taquicardia (producto del miedo o ansiedad, según el género narrativo), vasocongestión de la piel (hay historias que nos hacen poner colorados). Algunos lectores sensibles hasta se hiperventilan y no se pueden quedar quietos en su asiento. Si la estimulación directa producida por el cuento se prolonga, todo el cuerpo se pone tenso, todo adquiere velocidad y se espesa, todo aumenta y se endurece (estoy hablando de la atención, que se enfoca como un rayo láser y no se dispersa ni distrae, pase lo que pase en el exterior). En este momento de la historia, las hormonas liberadas por el cuento hacen que el lector se ponga de buen humor y ayudan a disminuir el grado de irritabilidad y angustia (aunque si a uno lo interrumpen justo en esta etapa de intensificación y promesas, le agarran ganas de matar gente).
Claro que nunca falta algún desubicado con expectativas falsas respecto del cuento, lo cual genera incomodidad y falta de autoestima en el pobre relato, que no sabe cómo diablos satisfacer a ese exigente que le tocó en suerte. Por supuesto, tampoco escasean los lectores más interesados en la cantidad que en la calidad, que compiten como maratonistas, al estilo “máquina sexual”, para ver quién lee más cuentos en una sola sentada. Hay gente para todo.
Hay historias de nunca acabar. Sí, en ese sentido. Hasta que uno, resignado y agotado, se marcha. Hay otros cuentos en los que se nota mucho que el autor, en un momento de la trama, se cansó de escribir, apresura el desenlace así nomás porque está apurado y abandona al lector sin contemplaciones, después de sublevarlo con las palabras y dejarlo con una desazón insoportable. Plumas irritantes y molestas.
Hay cuentos que acumulan tensión y suspenso; escalan, trepan, aumentan, suben (“¡Sí, sí, más!”, exclama el lector, ya sin cordura ni control). Es imposible dejarlos, te atrapan, te hipnotizan, te sublevan, te hacen gozar de una manera impresionante. El lector siempre quiere más, se traga los párrafos, tropieza con los ojos por encima de las palabras; quiere, pero no quiere llegar hasta el final (“¡Que dure un poquito más!”), hasta que la tensión se vuelve insoportable y hay que hacer algo para descargarla, porque si no, uno se va a enloquecer; algo le va a estallar.
Y estalla.
Cuando llegamos al clímax del relato, se genera una sensación indescriptible, producto de un maremoto biológico y psicológico que, si todo sale bien, genera una sensación de saciedad en el lector. Pero no siempre.
En el momento crucial del clímax, en pleno auge, aparecen dos clases posibles de cuentos. Están aquellos que, al final, entregan lo que prometieron al principio, y a uno sólo le quedan ganas de servirse un trago o prender un cigarrillo (yo no fumo) y contárselo a los amigos.
También están los relatos que amagan, muestran, insinúan, alardean y cuando llega el momento de la verdad, se quedan en un “coitus interruptus”. “¡Tanto lío para esto!”, exclama el lector frustrado (con toda razón). También hay cuentos engañosos que, en la “introducción”, te prometen una salva de cañonazos y, al terminar, sólo te quedás con una mísera cañita voladora que apenas chisporrotea un ratito. “¿Tanto tiempo y trabajo de lectura para semejante desenlace?”, se irrita el lector. Y ni qué hablar del precio que pagó por el libro. Desencanto, engaño. Nunca más con este (relato o escritor).
Lamentablemente, también hay cuentos “precoces”. Terminan antes de lo que corresponde y el lector se queda transformado en un gran signo de interrogación. ¿Qué es lo que acabo de leer? ¿Ya se acabó? ¿?
Y así, entre gozos y sombras, llegamos a la fase del Desenlace, que continuará en la próxima entrega.
© Gabriela Villano. 2007.
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