HOY: De cuentos, muñecos y efectos extraños.
Como cronista cuentera acreditada por la Agencia de Noticias NarraNews (creada por J.J.D.), hace poco se me encomendó una misión difícil: investigar el efecto extraño que tienen los cuentos infantiles sobre los adultos que llevan a sus tiernos vástagos a un espectáculo de esta naturaleza.
Fiel a mi estilo de documentar eventos raros, pero verídicos, que suceden en el mundo de la narración oral (planeta estrambótico, ya de por sí), me fui alegremente al Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori, que queda en la Avenida Infanta Isabel 555, frente al puente del Rosedal de Palermo, en Buenos Aires.
Allí, todos los domingos a las 15, la narradora oral Marcela Ganapol presenta su espectáculo “Eran tres y un precipicio”, con la puesta en escena de Juan Parodi, y con la musicalización y gráfica de Tony Valdez. Marcela cuenta las historias asistida por instrumentos musicales y unos muñecos encantadores (no títeres) confeccionados por Julieta Estéves para el espectáculo. Ah, de vez en cuando, también participa un tren cercano como efecto especial, hábilmente integrado en la narración. Yo creo que la asistente técnica Malena Valdez Ganapol se ha puesto de acuerdo con el personal del ferrocarril, para que el tren de verdad pase justo cuando los personajes del cuento toman un tren de mentira (si quieren ver más fenómenos de esta clase, lean la Crónica Contable 2, “Palabreros en Mataderos”)
No sería justo que les cuente de qué se tratan las historias, van a tener que ir a ver este espectáculo ingenuo (en el buen sentido de la palabra), espontáneo y original. Sólo les diré que, una vez, a los pocos minutos de iniciada la función, se me ocurrió mirar a mi vecina de asiento, que había traído a sus nietos. Me sorprendió ver la expresión en los ojos de esa buena mujer: se le habían transformado en los de una niñita que está descubriendo lo maravilloso que es el mundo por primera vez. “Vamos bien”, me dije y me acomodé mejor en mi asiento, lista para disfrutar del momento.
No sé lo que pasa, debe de ser por los cuentos, pero los adultos, durante la función (y he asistido a varias) salen de su contexto “normal” y entran en un situación especial de juego, más que los chicos, me arriesgaría a decir. Ingresan en un período de especulación libre, a través de los objetos materiales a los que recurre la narradora oral para contar su historia. Todos entramos en un estado de regresión. Nos volvemos inocentes, alegres y traviesos. Y es lindo.
Hay voluntarios entre el público que, de buena gana, dan una mano haciendo salir el sol o la luna. Por supuesto, el resto de la audiencia aplaude la intervención (o equivocación) de estos utileros espontáneos. Toda la función es una experiencia conmovedora de comunicación directa, facilitada por la habilidad y rapidez de la contadora de cuentos para absorber las sorpresas y la espontaneidad del público e integrarlas en el relato. Cuando salen a escena los pollitos (no les voy a decir cómo), muchos adultos se enternecen y lanzan un “¡Ay, qué lindos!”. Una vez, cuando apareció el precipicio, un señor buscó rápidamente el programa de la función y lo empezó a leer (sí, el precipicio también es un personaje de la historia. Supongo que este hombre lo estaría buscando en la lista del elenco. ¿?). Otra vez, un caballero del fondo se puso a mugir con mucha sensibilidad y desafinación, para acompañar las proezas de la vaca en el escenario. Aclaro que estas reacciones son del “público virgen”, no de los familiares de Marcela Ganapol. Afortunadamente, todavía queda gente sin temor a la vergüenza o al ridículo, que inhiben tanto a los adultos normales, y se autoriza a darse un poco de placer. Total, como es un espectáculo para chicos…
Los muñecos, la música, un botellón con agua, unas gotas de tintas de colores provocan estados imaginativos muy satisfactorios, sin distinción de edad. Los cuentos generan placer, entusiasmo, asombro, euforia y ganas de “¡Una vez más, por favor!”. Muchos adultos se reencuentran con el niño interior, el “yo” que todavía sabe jugar, que no se nos ha olvidado ni perdido por el camino. Y se entregan sin tapujos a usar la imaginación lo más posible (aprovechen, es gratis).
Creo que hay que dejar de tenerle miedo al niño que hay en nosotros. Ojo, no estoy hablando de transformarnos en unos irresponsables que no nos hacemos cargo de las consecuencias de nuestros actos. No es eso. Sólo es cuestión de darse permiso para entregarse a los cuentos (una dulce y grata rendición, créanme). Por eso recomiendo este espectáculo que, como Marcela indica en el “copete” de su afiche, es: "Para chicos (hasta 10 años) y para todos aquellos que se dejan llevar por la magia de las historias". Así sea.
Fiel a mi estilo de documentar eventos raros, pero verídicos, que suceden en el mundo de la narración oral (planeta estrambótico, ya de por sí), me fui alegremente al Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori, que queda en la Avenida Infanta Isabel 555, frente al puente del Rosedal de Palermo, en Buenos Aires.
Allí, todos los domingos a las 15, la narradora oral Marcela Ganapol presenta su espectáculo “Eran tres y un precipicio”, con la puesta en escena de Juan Parodi, y con la musicalización y gráfica de Tony Valdez. Marcela cuenta las historias asistida por instrumentos musicales y unos muñecos encantadores (no títeres) confeccionados por Julieta Estéves para el espectáculo. Ah, de vez en cuando, también participa un tren cercano como efecto especial, hábilmente integrado en la narración. Yo creo que la asistente técnica Malena Valdez Ganapol se ha puesto de acuerdo con el personal del ferrocarril, para que el tren de verdad pase justo cuando los personajes del cuento toman un tren de mentira (si quieren ver más fenómenos de esta clase, lean la Crónica Contable 2, “Palabreros en Mataderos”)
No sería justo que les cuente de qué se tratan las historias, van a tener que ir a ver este espectáculo ingenuo (en el buen sentido de la palabra), espontáneo y original. Sólo les diré que, una vez, a los pocos minutos de iniciada la función, se me ocurrió mirar a mi vecina de asiento, que había traído a sus nietos. Me sorprendió ver la expresión en los ojos de esa buena mujer: se le habían transformado en los de una niñita que está descubriendo lo maravilloso que es el mundo por primera vez. “Vamos bien”, me dije y me acomodé mejor en mi asiento, lista para disfrutar del momento.
No sé lo que pasa, debe de ser por los cuentos, pero los adultos, durante la función (y he asistido a varias) salen de su contexto “normal” y entran en un situación especial de juego, más que los chicos, me arriesgaría a decir. Ingresan en un período de especulación libre, a través de los objetos materiales a los que recurre la narradora oral para contar su historia. Todos entramos en un estado de regresión. Nos volvemos inocentes, alegres y traviesos. Y es lindo.
Hay voluntarios entre el público que, de buena gana, dan una mano haciendo salir el sol o la luna. Por supuesto, el resto de la audiencia aplaude la intervención (o equivocación) de estos utileros espontáneos. Toda la función es una experiencia conmovedora de comunicación directa, facilitada por la habilidad y rapidez de la contadora de cuentos para absorber las sorpresas y la espontaneidad del público e integrarlas en el relato. Cuando salen a escena los pollitos (no les voy a decir cómo), muchos adultos se enternecen y lanzan un “¡Ay, qué lindos!”. Una vez, cuando apareció el precipicio, un señor buscó rápidamente el programa de la función y lo empezó a leer (sí, el precipicio también es un personaje de la historia. Supongo que este hombre lo estaría buscando en la lista del elenco. ¿?). Otra vez, un caballero del fondo se puso a mugir con mucha sensibilidad y desafinación, para acompañar las proezas de la vaca en el escenario. Aclaro que estas reacciones son del “público virgen”, no de los familiares de Marcela Ganapol. Afortunadamente, todavía queda gente sin temor a la vergüenza o al ridículo, que inhiben tanto a los adultos normales, y se autoriza a darse un poco de placer. Total, como es un espectáculo para chicos…
Los muñecos, la música, un botellón con agua, unas gotas de tintas de colores provocan estados imaginativos muy satisfactorios, sin distinción de edad. Los cuentos generan placer, entusiasmo, asombro, euforia y ganas de “¡Una vez más, por favor!”. Muchos adultos se reencuentran con el niño interior, el “yo” que todavía sabe jugar, que no se nos ha olvidado ni perdido por el camino. Y se entregan sin tapujos a usar la imaginación lo más posible (aprovechen, es gratis).
Creo que hay que dejar de tenerle miedo al niño que hay en nosotros. Ojo, no estoy hablando de transformarnos en unos irresponsables que no nos hacemos cargo de las consecuencias de nuestros actos. No es eso. Sólo es cuestión de darse permiso para entregarse a los cuentos (una dulce y grata rendición, créanme). Por eso recomiendo este espectáculo que, como Marcela indica en el “copete” de su afiche, es: "Para chicos (hasta 10 años) y para todos aquellos que se dejan llevar por la magia de las historias". Así sea.
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1 comentario:
Este espectáculo está muy bueno. Y el cabrito es un héroe. Jorge.
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