¿A quién no le pasó? Este es un rincón donde los visitantes del blog pueden compartir estas vivencias personales. Animate. Seguro que tenés algo valioso que contar.
Para romper el hielo, y dentro de lo que me permite mi sentido del pudor (una palabra que debería volver a ponerse de moda), les cuento mi experiencia, así otros se envalentonan y, entre todos, apreciamos, una vez más, cuán maravillosos e importantes son los cuentos.
Todos tenemos épocas difíciles en nuestras vidas por las que debemos atravesar, situaciones límites que enfrentar, tengamos ganas o no. No soy la excepción. En una de mis crisis existenciales (u oportunidad de crecimiento, para los chinos), en un período demasiado turbulento y caótico, descubrí el mundo de la narración oral y, a continuación, dos libros que me cambiaron la vida, sin exagerar: Psicoanálisis de los cuentos de hadas, de Bruno Bettelheim, y Mujeres que corren con los lobos, de Clarissa Pinkola Estés.
Estos libros y los cuentos que, a partir de ellos, descubrí con otros ojos me ayudaron más que tres años de terapia. Para no enfurecer a los psicólogos, debo admitir que, en mi proceso de sanación y recuperación, usé las herramientas de análisis, el método de observación de uno mismo y los recursos que aprendí en el diván. Lo que pasa es que la terapia tradicional y estándar que tenía a mi disposición era apenas una curita superficial que me ponían mis acompañantes terapéuticos sobre una herida profunda que llegaba hasta el hueso.
Para curarme, también aproveché lo que aprendí sobre psicología literaria en la cátedra de Literatura Inglesa en la universidad, aunque, en esa época, ni sospechaba para qué me iba a servir ese conocimiento más adelante.
Descubrí que los antiguos sanadores ofrecían un “cuento terapéutico” al “paciente” que los consultaba. Ese cuento contenía un determinado problema (problemática existencial, se diría ahora) y se le entregaba a la persona psíquicamente confundida y desorientada, para que meditara sobre él. El paciente, al observar la historia y mirarse a sí mismo, podía llegar a ver la naturaleza del conflicto que lo hacía sufrir y hallar una salida a la angustia e infelicidad. Y, encima, podía encontrarse a sí mismo.
Los cuentos no son una pavada.
Al escribir mis propios cuentos y contar relatos ajenos, he podido nombrar mis demonios privados, ponerles un nombre, para poder así amigarme con ellos (con la Sombra, como diría Jung). He sanado mis heridas con la medicina de los cuentos. He respetado y aprendido a querer mis cicatrices de batalla. He solucionado más o menos bien algunos traumas y dificultades personales de larga data (ojo, todavía estoy “en obra”). He encontrado una tribu de seres queridos, un clan cuentero con el que comparto momentos plenos y que me ha engrandecido y coloreado la existencia. Compartir historias con el otro me ha mejorado como ser humano (un poquito). Vivo mejor. Puedo ser ahora la persona que soñaba ser. Y todavía me falta un interesantísimo camino por recorrer.
Soy feliz.
Así fue cómo los cuentos me cambiaron la vida. ¿Y a vos?
Para romper el hielo, y dentro de lo que me permite mi sentido del pudor (una palabra que debería volver a ponerse de moda), les cuento mi experiencia, así otros se envalentonan y, entre todos, apreciamos, una vez más, cuán maravillosos e importantes son los cuentos.
Todos tenemos épocas difíciles en nuestras vidas por las que debemos atravesar, situaciones límites que enfrentar, tengamos ganas o no. No soy la excepción. En una de mis crisis existenciales (u oportunidad de crecimiento, para los chinos), en un período demasiado turbulento y caótico, descubrí el mundo de la narración oral y, a continuación, dos libros que me cambiaron la vida, sin exagerar: Psicoanálisis de los cuentos de hadas, de Bruno Bettelheim, y Mujeres que corren con los lobos, de Clarissa Pinkola Estés.
Estos libros y los cuentos que, a partir de ellos, descubrí con otros ojos me ayudaron más que tres años de terapia. Para no enfurecer a los psicólogos, debo admitir que, en mi proceso de sanación y recuperación, usé las herramientas de análisis, el método de observación de uno mismo y los recursos que aprendí en el diván. Lo que pasa es que la terapia tradicional y estándar que tenía a mi disposición era apenas una curita superficial que me ponían mis acompañantes terapéuticos sobre una herida profunda que llegaba hasta el hueso.
Para curarme, también aproveché lo que aprendí sobre psicología literaria en la cátedra de Literatura Inglesa en la universidad, aunque, en esa época, ni sospechaba para qué me iba a servir ese conocimiento más adelante.
Descubrí que los antiguos sanadores ofrecían un “cuento terapéutico” al “paciente” que los consultaba. Ese cuento contenía un determinado problema (problemática existencial, se diría ahora) y se le entregaba a la persona psíquicamente confundida y desorientada, para que meditara sobre él. El paciente, al observar la historia y mirarse a sí mismo, podía llegar a ver la naturaleza del conflicto que lo hacía sufrir y hallar una salida a la angustia e infelicidad. Y, encima, podía encontrarse a sí mismo.
Los cuentos no son una pavada.
Al escribir mis propios cuentos y contar relatos ajenos, he podido nombrar mis demonios privados, ponerles un nombre, para poder así amigarme con ellos (con la Sombra, como diría Jung). He sanado mis heridas con la medicina de los cuentos. He respetado y aprendido a querer mis cicatrices de batalla. He solucionado más o menos bien algunos traumas y dificultades personales de larga data (ojo, todavía estoy “en obra”). He encontrado una tribu de seres queridos, un clan cuentero con el que comparto momentos plenos y que me ha engrandecido y coloreado la existencia. Compartir historias con el otro me ha mejorado como ser humano (un poquito). Vivo mejor. Puedo ser ahora la persona que soñaba ser. Y todavía me falta un interesantísimo camino por recorrer.
Soy feliz.
Así fue cómo los cuentos me cambiaron la vida. ¿Y a vos?
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