jueves, 3 de enero de 2008

Regalo de Reyes

EL BAUTISMO DEL CONTADOR DE CUENTOS
(segunda parte de “El infierno del contador de cuentos”)

Este es mi regalo de Reyes para todos aquellos que, alguna vez, le contaron un cuento a alguien. G.V.


–¡Cómo que no estás bautizado como contador de cuentos! ¡Entonces, yo no salgo con vos!

Melina le colgó de golpe. El pichón de contador de cuentos, del otro lado de la línea, se quedó con el tubo del teléfono en el aire largo rato. Tardó mucho tiempo en asimilar el golpe. Todo andaba tan bien. Ya estaba por cuajar la tan ansiada y temible primera cita. El pichón ni siquiera había tenido que recurrir a la magia del sombrero del aprendiz de mago para hacer que Melina se fijara en él. Y ahora esto. ¿Por qué se le habría ocurrido abrir la boca justo en ese momento? La incontinencia oral, definitivamente, no le daba buenos resultados.

El pichón se alisaba los sesos, mientras trataba de decidir qué hacer con su vida, que se le había hundido total e irremediablemente en el caos más absoluto, atroz y profundo. "¡Ya sé!", se iluminó. "Voy a ir de nuevo al Olimpo de los Contadores de Cuentos. Seguramente ahí me podrán orientar."

Así que preparó su carnet, que le habían dado en el taller de narración oral al que asistía, y organizó el viaje. Después de mucho caminar y mucho escalar, por fin llegó nuevamente a las Puertas Doradas del Olimpo que, esta vez, no se abrieron para dejarlo pasar.

–¡No, a vos no! –aullaron las Puertas Doradas, sacudiendo los paneles y los marcos con filigranas, también doradas.

Tanto socorro pidieron las puertas, tanto escándalo armaron que, por fin, vino en su ayuda Pulgarcito, que se quedó de una pieza, mejor dicho, piecita, en cuanto lo vio al pichón.

–¡¿Qué querés vos ahora?! –le preguntó de malos modos.
"¡Ché, que cuentos alunados!", se dijo el pichón. De todas formas, puso su mejor cara y, lo más amablemente que pudo, le explicó a Pulgarcito el motivo de su visita.
–Quiero ver al Dios del Olimpo de los Contadores de Cuentos.
–Su Gracia no atiende a los mortales sin cita previa, concertada con un mes de antelación, como mínimo –le espetó Pulgarcito con cara de empleado público y dedito admonitorio–. Además, después de que te fuiste la otra vez, lo tuvimos que internar en un spa cuentero. Le hiciste agarrar una malasangre con tus preguntas, pobre viejo...
–¡¿Cómo que pobre viejo?! Por poco me ahoga, me prende fuego y...
–¡Callate, diletante! –chilló Pulgarcito, acomodándose el sombrero, que se le había ladeado con tanta vehemencia oral.
–¡Quién es el que hace tanto escándalo, que no me deja dormir la siesta! –tronó desde el fondo una voz que el pichón conocía demasiado bien.

Todo el Olimpo de los Contadores de Cuentos se sacudió por el estruendo. Definitivamente, las cosas no iban muy bien por ahí, razonó el pichón.

–¡Vení, pasá! –le ordenó Pulgarcito de malos modos –. Ya lo despertaste al pobre viejo de la siesta. Ahora vení conmigo. Diletante. Pss....

El pichón siguió dócilmente a Pulgarcito hasta el Patio del Olimpo. Allí, debajo del árbol de los cuentos, estaba el Dios del Olimpo, tratando de volver a conciliar el sueño, sin mucho éxito.

Como ustedes recordarán del cuento anterior, era un anciano alto y de apariencia frágil, todo blanco, etcétera. Ahora estaba acostado en un sofá grandote, tapizado de seda y brocado color damasco y tenía puesto un camisón largo, todo blanco también, un gorro de dormir con un pompón en la punta y pantuflas con forma de conejito al tono. Seguía con barba, bigotes, y el pelo largo y blanco, aunque ahora, el pichón le notó algunas canas verdes debajo del gorro de dormir. "¡Qué raro!", se extrañó.

El Dios del Olimpo estaba fastidioso porque lo habían despertado de la siesta, pero más molestos estaban los relatos del árbol de los cuentos. Tenían la costumbre bonachona de colgar de las ramas como hojas sedosas, leves y tornasoladas. Pero ahora, el follaje estaba todo crispado y siseaba como serpientes embravecidas.

"Ché, acá tendrían que hacer terapia contra el estrés urgente", se dijo el pichón.

–¡Otra vez vos! –se horrorizó el Dios del Olimpo. El pompón del gorro se le erizó de golpe. Los cuentos del follaje del árbol se pusieron oscuros y de punta. Pulgarcito corrió a hacer té de tilo en la cocina del Olimpo y, de paso, a reservar otro mes en el spa cuentero, por las dudas.
–Buenas, cómo le va, tanto tiempo, maestro. ¿La familia cómo anda? ¿Los cuentos? ¿El perro, bien? –saludó el pichón, mientras empezaba a sospechar que, tal vez, este viaje no había sido una muy buena idea, después de todo.
–¡Qué querés! –gimió el Dios del Olimpo, al borde del colapso y del síndrome fóbico situacional–. ¿Lo de la otra vez no fue suficiente?
–Sí, estuvo bárbaro. Para templar el carácter, le diría. Pero ahora necesito algo.
–Plata acá no hay –le advirtió muy serio el Dios del Olimpo–. Somos cuenteros.
–No, no es eso. Resulta que me he dado cuenta de que no estoy bautizado como contad...

Antes de que el pichón pudiera terminar la frase, el Dios del Olimpo saltó del sofá con una agilidad increíble para sus milenios y se escondió detrás del árbol.

–¡No está bautizado! ¡No está bautizado! –se asustó, poniéndose a cubierto.

El árbol de los cuentos se quedó sin hojas de inmediato. El follaje saltó de las ramas y se escondió también detrás del tronco, empujando al Dios del Olimpo a los gritos y sin miramientos. El árbol de los cuentos se quedó con las ramas peladas. De los altoparlantes del Olimpo se escuchó una voz que aullaba:

–¡Alerta roja! ¡Alerta roja! Caso de contaminación en el Patio del Olimpo. Código Flecha Rota. ¡Código Flecha Rota!

De pronto, unas máscaras antigás cayeron del cielo. El Dios del Olimpo manoteó una y se la puso, muerto de miedo. Los cuentos del follaje lo imitaron, sin dejar de llorar. Vino el escuadrón antitóxico cuentero a paso redoblado y con todo el equipo de seguridad, apoyado por dos helicópteros de color rosado, de los que se lanzaron comandos tácticos, que no necesitaban paracaídas porque eran libros desplegables (con abrir las tapas, listo). Se armó una de la gran siete. Las historias de terror de Lovecraft y de Poe, grupo de elite del escuadrón, lo agarraron al pichón a los tirones y lo empujaron dentro de una cámara de descontaminación, que el escuadrón infló a las corridas en el Patio del Olimpo. La cámara era como una pelota de fútbol gigante, violeta y mullida, y, adentro, al pichón lo rociaron con un spray cuentero. Cuando estuvo bien empapado de relatos, lo secaron con chorros de cuentos comprimidos. El pobre pichón por poco se resfría.

Cuando el protocolo de descontaminación terminó, lo arrojaron sin miramientos fuera de la cámara. El escuadrón guardó y dobló todo (también los helicópteros), y se retiró.

La calma pareció regresar al Patio del Olimpo. Los relatos subieron trabajosamente a las ramas del árbol de los cuentos. Tantas emociones los habían agotado. Ese día el árbol no iba a dar más sombra.

El Dios del Olimpo se sacó la máscara antigás, se volvió a poner el gorro de dormir, se alisó un poco el camisón y los pelos revueltos, y lo encaró al pichón.

–¡Cómo se te ocurre presentarte ante mí sin estar bautizado!
–Yo no sabía –lloriqueó el pichón, mientras se retorcía la remera, para sacarse el exceso de agua contable con que lo habían rociado. Ya le estaba por agarrar una angina, seguro–. Yo no sabía –repitió angustiado.
–¿Quién habrá sido el profesor de esta bestia? –clamó el Dios del Olimpo–. Yo lo mato, por más bien que cuente, yo lo mato. Tengo que haber narrado muy mal algún cuento y no me acuerdo –rezongó, mientras se ponía a caminar como un desesperado de un lado a otro del Patio del Olimpo–. Si no, no se explica semejante castigo. Tengo que hacer introspección. Esto es karma cuentero –musitaba, retorciéndose las manos, presa de la desesperación.

Pulgarcito volvió corriendo con la medicación del Dios del Olimpo.

–Hay que hacer algo, Su Gracia –jadeaba, trotando detrás del Dios del Olimpo, que le llevaba bastante ventaja con las zancadas largas que daba con sus pantuflas de conejito.
–¡Sí! –dijo el Dios del Olimpo, deteniéndose de golpe. Pulgarcito se estampó ipso facto en el suelo, antes que rozarlo siquiera –¡Hay que bautizarlo! –siguió tronando con un dedo alzado–. ¡Ya mismo!
–¿Por qué? –se animó a preguntar el pichón.
–¡Diletante! –le escupió Pulgarcito, mientras el Dios del Olimpo lo sostenía de la ropa, perdón, ropita, para que no le saltara al cuello al pichón en su afán amonestante. Iba a ser un trayecto largo–. ¡¿No sabés que, si no estás bautizado y te morís, te vas al limbo cuentero?! –seguía vociferando Pulgarcito.
–Ahhh –dijo el pichón, como si todo se tornara más claro de inmediato–. ¿Y?

Mientras Pulgarcito se recuperaba del ataque de apoplejía súbita que le dio, el Dios del Olimpo, con toda su olímpica frialdad, le explicó al pichón que, en tal caso, aunque a él seguramente no le dolería mucho la desaparición de semejante calamidad pichonesca, se produciría un gran trastorno en el mundo de los cuentos. Si el pichón se iba al limbo cuentero, los relatos que, hasta ese momento, vivían en él, quedarían atrapados en ese borde nebuloso y nunca más podrían bajar a la Tierra cuando fueran convocados por otro contador de cuentos. Esas historias, entonces, se perderían para siempre, cautivas dentro de su vaso comunicante que las contenía en una cárcel inviolable por toda la eternidad. Por eso era tan importante lo de la fe del bautismo, que ayudaba a soltar los cuentos cuando el momento llegara.

–Ahhh –dijo el pichón, como si todo se tornara más claro de inmediato. Por las dudas, no agregó más nada.

Y ahí nomás se armó la ceremonia de bautismo, a la que el pichón tuvo que prestar su conformidad; si no, no servía. Pulgarcito sacó un intercomunicador del sombrero y convocó a los cuentos tradicionales de Perrault y de los Hermanos Grimm y a las fábulas de Esopo, que vinieron corriendo al acontecimiento. Por suerte, esta vez no apareció ningún border collie. Como el Olimpo estaba en una fase "progre", también llamaron a algunos relatos de escritores de best-sellers y de minorías negras e hispanas de los Estados Unidos. De América, no de los Estados Unidos Cuenteros, ¿eh?

Todas esas historias, con sus respectivos personajes, se sentaron alrededor del árbol de los cuentos y esperaron con sumo respeto. El pichón, de pie ante semejante colección de tradición oral y literatura universal, se puso un poco nervioso, inquieto, agitado, perturbado. Frenético, bah.

–¿Qué hago? –preguntó desesperado.
–Ikebana –silabeó el Dios del Olimpo, con toda su olímpica frialdad.
–Contá, idiota –le susurró Pulgarcito al oído, antes de que la cosa se pusiera peor.
–Ah, bueno. ¿Y qué cuento? –le cuchicheó el pichón.
–El primer cuento que contaste por primera vez en tu vida en público. ¿No te das cuenta de que hay que volver el tiempo atrás? –lo recriminó Pulgarcito–. Hay que ser imbécil. Diletante. Psss....

"Dios, cómo vienen los cuentos ahora. Esto no pasaba cuando yo era chico", rezongó el pichón para sus adentros. De todas formas, se plantó frente a la multitud, tomó aire y contó su historia. Era “La ventana abierta”, de Saki.

"Hay que reconocer que este animal tiene buen gusto", se dijo el Dios del Olimpo, sentado en posición de loto en el sofá, mientras se alisaba discretamente las orejas de sus pantuflas con forma de conejito.

Todos escucharon la historia respetuosamente, a pesar de los nervios y de las limitaciones técnicas del pichón. Cuando terminó, hasta se oyeron algunos aplausos débiles por parte del follaje conciliador del árbol de los cuentos. Entonces, dio inicio la segunda parte de la ceremonia: el bautismo del pichón.

–¡Que venga el hada bautizadora! –tronó el Dios del Olimpo.

“Parece que esto se va a poner bueno”, se dijo el pichón, al ver que aparecía un arco iris y Pulgarcito sacaba un cello enorme del bolsillo y se ponía a tocar, sentado en un banquito. El árbol de los cuentos se empezó a mecer al son de la música lenta y conmovedora, y el follaje hizo un arrullo muy delicado para la segunda voz. El pichón no supo cómo Pulgarcito podía tocar un cello tan grande, siendo él tan pequeño, pero, bueno, esas son las cosas mágicas que sólo pasan en el Olimpo de los Contadores de Cuentos.

De pronto, los relatos convocados se pusieron de pie y el arco iris se hizo más brillante, precediendo la aparición del hada bautizadora. El ansioso del pichón se imaginó que sería como una valkiria hermosa, generosa y abundante. “Aunque una Araceli González como en la propaganda de ropa interior no estaría nada mal”, le susurró uno de sus ratones mentales, antes de que el pichón lo mandara al rincón por desacato.

Cuando por fin pudo ver con claridad a su hada bautizadora, que se materializaba y se desprendía lentamente del arco iris en medio de un haz refulgente, el pichón se desilusionó. Mucho. Se parecía a Helga, la esposa de Olaf el Vikingo: rubiota, grandota, gordota y feota. Se ve que la habían convocado a las apuradas, porque el hada no había tenido tiempo ni de afeitarse la sombra del bigote.

Y así dio inicio la ceremonia debajo del árbol de los cuentos. El hada se paró frente al pichón, con todos los relatos en semicírculo, mientras Campanita le sostenía en el aire un copón dorado con agua perfumada de bautismo y Pulgarcito seguía tocando el cello como un virtuoso. El hada hundió un dedito gordezuelo en el copón y lo tocó al pichón en medio del pecho, en la frente y en los labios, mientras murmuraba con dulzura:

–Con el corazón, el pensamiento y la palabra, yo te bautizo como contador de cuentos. Bienvenido al mundo de los cuentos y de sus súbditos, los narradores orales.

El pichón sintió algo raro en el estómago y en las rodillas, pero hizo como si nada. Había mucha gente que lo estaba mirando (no eran personas en el sentido estricto del término, pero daba igual).

Cuando terminó la ceremonia y el hada bautizadora dio un paso atrás, de entre los relatos congregados, surgió un hermoso cisne blanco y puro, que se acercó bamboleándose hacia el pichón y le acarició afectuosamente una pierna con el pico de color anaranjado cremoso. El pichón le devolvió el mimo, despeinándole con un dedo el plumaje impecable de la cabecita delicada. Y al mirar en los ojos de lago plácido del cisne, el pichón se dio cuenta de que era el ex patito feo del cuento de Andersen, que venía a darle la bienvenida a su manada, al clan de los que eran como él. Y entonces nuestro pichón no se sintió tan exiliado, tan ridículo entre los suyos, tan tartamudo y proclive a chocarse con los muebles durante uno de sus feroces ataques de timidez.

En eso apareció la cigüeña-cartero, que trae en el pico a los bebés de París hasta sus casas envueltos en una servilleta a cuadritos rojos y blancos. La cigüeña se acomodó la gorra negra de cartero, tosió (andaba acatarrada) y le dio unas palmaditas en la espalda al pichón con un ala.

–Perdoname, pibe –le dijo–. El día que te traje de París me equivoqué, andaba con una resaca de aquellas. Me confundí con la hoja de entrega de bebés y te dejé en la casa equivocada. Disculpame –y siguió con las palmaditas de plumas afectuosas.

Entonces, al mirar en los ojos oscuros y amables de la cigüeña-cartero del cuento, el pichón entendió por qué jamás se había sentido a gusto entre los suyos, por qué nunca había podido encajar en su familia y en su entorno, a pesar de sus esfuerzos. Comprendió por qué se sentía un paria entre sus amigos, muy dispuestos a bolichear todos los sábados por la noche y a correr picadas por Avenida del Libertador. Ahora todo estaba muy claro. Era porque la cigüeña-cartero lo había dejado en la casa equivocada, donde su viejo elevaba los ojos al cielo con desesperación cuando lo veía sumergido en un libro, en vez de atender la caja de la verdulería, que el pobre laburante había abierto con la indemnización que le habían dado al echarlo del trabajo. Fue así que pudo poner en su debida perspectiva la frase triste y cruel que veía flotar, a veces, en los ojos cansados de su viejo: “Pucha, el menor me salió maricón”. A él no le pasaba nada raro, simplemente había caído en el lugar que no le correspondía por un simple error en la hoja de ruta del reparto. Nada más que por eso. ¡Qué suerte! Aliviado, el pichón le dio un gran abrazo a la cigüeña-cartero.

–Bienvenido a la tribu cuentera –le dijo el Dios del Olimpo, despojándose por un ratito de su olímpica frialdad.

El pichón sintió que las lágrimas le subían cada vez más y más. Ya le inundaban la nariz. Y de ahí a los ojos, había solo un paso.

–¡Que venga el Jordán bautizador, para reforzar el efecto del bautismo! –tronó entonces el Dios del Olimpo, por las dudas. Como había pasado tanto tiempo desde el momento indicado...

Un tsunami rugiente se le echó encima a ustedes ya saben quién.

Y el pichón de contador de cuentos se despertó, de pronto, en su cama, empapado y confundido.

El plomero del consorcio nunca pudo averiguar cómo diablos el dormitorio de ese muchacho se había inundado con semejante cantidad de agua, que no venía de ningún caño roto ni de ningún lado. Fue un misterio más de ese edificio que nunca nadie explicó.


© Gabriela Villano. 2005.
Se autoriza la difusión sin fines comerciales, sin omitir la fuente.


A propósito, ¿vos estás bautizado como contador de cuentos?


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3 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, Gabriela!
Me encanta el pichón.
¡Gracias por el regalito!
Un abrazo fuerte
Norma Escudero

Anónimo dijo...

Dice Moragaux:
un placer caeer por estos lados... no recuerdo como pero cai

Dicen los enanitos hacendosos del blog:
Así se empieza...

Anónimo dijo...

Recibi de Betty los libros que te encargue. Gracias a ellos comprendi este cuento (que le vamos a hacer! en Israel aun no se sabe bautizar cuenteros).
Agradecido: Zeev Galkin
Amikam, 10/5/08