Sin la literatura no podríamos hablar de cine y, gracias al cine, a veces seguimos hablando de literatura. Todo relato se convierte en cinematográfico al ser imaginado.
Por Gonzalo Suárez © BABELIA
Bajo el epígrafe de cine literario solemos referirnos a las adaptaciones cinematográficas de una obra escrita, olvidando que toda película proviene de una historia previa a su traslación en imágenes. Desde este punto de vista, todo el cine es, en una u otra medida, literario.
Podríamos afirmar incluso que mientras las películas cuenten historias y utilicen actores parlantes no se habrán emancipado de la literatura en ninguna de sus vertientes, narrativa o teatral. Nadie puede mencionar una película que no tenga un nexo literario por la sencilla razón de que no existe. Hubo un tiempo en el que impunemente se sostenía que el cine mudo era el cine puro, en contraposición al advenimiento del sonoro y la utilización de la palabra. Se omitía que el cine mudo siempre fue hablado. Los intérpretes no sólo hablaban sino que gesticulaban con grotesca teatralidad y los rótulos intercalados daban cuenta de lo que decían y, en ocasiones, de lo que hacían, para que el espectador no se encontrase desamparado. En su libro Sobre la fotografía (Alfaguara, 2006), Susan Sontag nos hace reflexionar sobre cómo una imagen fuera de contexto argumental o sin explícita finalidad informativa nos resulta desconcertante o simplemente ininteligible. En realidad, no vemos sino que leemos visualmente. La sucesión de imágenes que desfilan de izquierda a derecha presupone ya un desarrollo escrito de la acción.
A la recíproca, podríamos afirmar que todo relato, escrito o transmitido verbalmente, deviene cinematográfico en la medida en que es imaginado por un lector. Las palabras suscitan o connotan imágenes de la misma manera que las imágenes son regurgitadas con palabras y anécdotas o enmarcadas en temáticas cuyo carácter literario, camuflado o no, es innegable. De ahí las ensoñaciones premonitorias de Diderot que añoró el cine antes de que los Lumière o Méliès lo inventaran. La magia del cine, como la música que emana de la partitura, debiera realzar emocionalmente el guión, pero no siempre la magia acude al envite y, con frecuencia, la película aplana y reduce el texto de origen remitiéndolo a un álbum donde cada cromo, 24 por segundo, ocupa su sitio cumpliendo una función ilustrativa a la que el cine confiere apariencia de movimiento y, en ocasiones, ciertas dosis de simulada veracidad. Estas películas, sin más arte que la derivada de la pericia profesional, también tienen su encanto en la sala oscura y sería tonto que, donde los más se contentan con degustar gato por liebre, nos obstináramos en dar liebre por gato.
No obstante, desde los años sesenta, me persigue la idea de un cine que pueda verse como se lee un libro o se contempla un cuadro, con intimidad y reflexión. Es, a mi entender, una oportuna alternativa a los derroteros del cine que, en desigual combate, pugna por ocupar, palomitas mediante, pantallas, sillas y salas. La confluencia de cine y literatura en una pantalla permite la cadencia musical de las palabras y libera el carácter estético de las imágenes desde un planteamiento cuya estructura teatral adquiere una dinámica plástica y narrativa de primeros planos a paisajes naturales en una libre conjunción de las diferentes artes. No se trata de un cine dirigido a una sola persona, sino de un tratamiento persona a persona que pueda abarcar a tantas personas en espacio y tiempo como las obras literarias, pictóricas o sinfónicas de todas las épocas. El resultado podría incluso llegar a obtener efectos tan insólitos como las colas en determinados museos y teatros en contraste con la ausencia de colas en los cines que todavía colean. En cualquier caso, sin literatura no podríamos hablar de cine y, gracias al cine, a veces seguimos hablando de literatura.
Si mi trabajo te resultó útil y de valor, comprá alguno de mis libros para regalar o para regalarte. Tu contribución y apoyo ayudarán a mantener los servicios de calidad de este blog. Consultá “Mis libros”. Gracias. G.V.
Por Gonzalo Suárez © BABELIA
Bajo el epígrafe de cine literario solemos referirnos a las adaptaciones cinematográficas de una obra escrita, olvidando que toda película proviene de una historia previa a su traslación en imágenes. Desde este punto de vista, todo el cine es, en una u otra medida, literario.
Podríamos afirmar incluso que mientras las películas cuenten historias y utilicen actores parlantes no se habrán emancipado de la literatura en ninguna de sus vertientes, narrativa o teatral. Nadie puede mencionar una película que no tenga un nexo literario por la sencilla razón de que no existe. Hubo un tiempo en el que impunemente se sostenía que el cine mudo era el cine puro, en contraposición al advenimiento del sonoro y la utilización de la palabra. Se omitía que el cine mudo siempre fue hablado. Los intérpretes no sólo hablaban sino que gesticulaban con grotesca teatralidad y los rótulos intercalados daban cuenta de lo que decían y, en ocasiones, de lo que hacían, para que el espectador no se encontrase desamparado. En su libro Sobre la fotografía (Alfaguara, 2006), Susan Sontag nos hace reflexionar sobre cómo una imagen fuera de contexto argumental o sin explícita finalidad informativa nos resulta desconcertante o simplemente ininteligible. En realidad, no vemos sino que leemos visualmente. La sucesión de imágenes que desfilan de izquierda a derecha presupone ya un desarrollo escrito de la acción.
A la recíproca, podríamos afirmar que todo relato, escrito o transmitido verbalmente, deviene cinematográfico en la medida en que es imaginado por un lector. Las palabras suscitan o connotan imágenes de la misma manera que las imágenes son regurgitadas con palabras y anécdotas o enmarcadas en temáticas cuyo carácter literario, camuflado o no, es innegable. De ahí las ensoñaciones premonitorias de Diderot que añoró el cine antes de que los Lumière o Méliès lo inventaran. La magia del cine, como la música que emana de la partitura, debiera realzar emocionalmente el guión, pero no siempre la magia acude al envite y, con frecuencia, la película aplana y reduce el texto de origen remitiéndolo a un álbum donde cada cromo, 24 por segundo, ocupa su sitio cumpliendo una función ilustrativa a la que el cine confiere apariencia de movimiento y, en ocasiones, ciertas dosis de simulada veracidad. Estas películas, sin más arte que la derivada de la pericia profesional, también tienen su encanto en la sala oscura y sería tonto que, donde los más se contentan con degustar gato por liebre, nos obstináramos en dar liebre por gato.
No obstante, desde los años sesenta, me persigue la idea de un cine que pueda verse como se lee un libro o se contempla un cuadro, con intimidad y reflexión. Es, a mi entender, una oportuna alternativa a los derroteros del cine que, en desigual combate, pugna por ocupar, palomitas mediante, pantallas, sillas y salas. La confluencia de cine y literatura en una pantalla permite la cadencia musical de las palabras y libera el carácter estético de las imágenes desde un planteamiento cuya estructura teatral adquiere una dinámica plástica y narrativa de primeros planos a paisajes naturales en una libre conjunción de las diferentes artes. No se trata de un cine dirigido a una sola persona, sino de un tratamiento persona a persona que pueda abarcar a tantas personas en espacio y tiempo como las obras literarias, pictóricas o sinfónicas de todas las épocas. El resultado podría incluso llegar a obtener efectos tan insólitos como las colas en determinados museos y teatros en contraste con la ausencia de colas en los cines que todavía colean. En cualquier caso, sin literatura no podríamos hablar de cine y, gracias al cine, a veces seguimos hablando de literatura.
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