Por: Angélica Gorodischer
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Hasta que tuve mi primera cocina y me encomendé al Señor y a toda Su Corte Celestial pero no hubo caso. Yo no sabía hacer un huevo frito. Claro que un huevo frito bien hecho no es tan fácil como parece, pero fácil o difícil, no sabía. No sólo no sabía cómo se hacían las costillitas à la Villeroy, sino que no sabía cómo se hervía una papa. Cometí todas las torpezas que pedirse puedan.
Es que además yo tenía puestos los ojos y el alma en otra actividad: yo quería escribir novelas. Y las dos cosas, vea, no andan bien juntas. Si una es una excelente cocinera, ¿cuándo escribe novelas? Si una escribe novelas, ¿cuándo cocina? La única manera de aunar ambas actividades sería no dormir, no rascarse, no salir, no bañarse, no mirar por la ventana, no, no, no. Y sobre todo no tener bebés. Ah, no, un momentito, pare la mano. Queríamos tener bebés. ¿Qué hace una ante semejantes dilemas? Lo que hice yo, sin mucha originalidad: una va y se refugia en las recetas.
Segunda época de mi vida en la cocina: recetas. No sé si las recetas no son otro género literario, francamente. Aprendí enseguida la jerga de las recetas: rehogue, añada, deje reposar, claras a nieve, diluya, exprima, pase por el cedazo, cuele, y así de seguido. Y un buen, un maravilloso día, me convertí en traidora. Tercera época de mi vida en la cocina: la traición. Ese día busqué una receta para ver cuánta manteca tenía que agregar a noséqué, y no la encontré. Y como estaba apurada, puse la manteca a ojo con un poco de miedo, lo confieso, y la cosa esa que no me acuerdo de lo que era salió espectacular.
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Todavía no escribía novelas, escribía cuentos y me sentía feliz escribiendo. Pero la cosa es que, aunque no me lo confesaba, también me sentía feliz cocinando. Tanto que, ahora no, ya no, pero durante mucho tiempo, años, cuando me hacían una entrevista y me preguntaban si tenía un hobby yo contestaba "la cocina y el jardín". Durante años daba gusto meter las manos en la harina, picar ajo y perejil, batir huevos, agregar a último momento los champignones, rociar con caldo y cognac lo que se estaba cocinando en el horno, pasar por maicena los trozos de chocolate para que no se deshicieran cuando horneara la torta, vigilar el punto del arroz para hacer torrecitas blancas al lado del pescado marinado y cocido en la tinta de los calamares, mezclar el almíbar con la yema del huevo, agregar cebolla rallada a la ensalada alemana de papas.
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Cociné durante cincuenta años. Mal al principio. Qué digo mal. Horriblemente mal. Un espanto. Un poco, sólo un poco mejor cuando me agarré de las recetas. Bastante mejor cuando me convertí en traidora. Bien cuando empecé a decidir por mi cuenta. Muy bien mientras mis cuentos crecían y de tanto en tanto alguien me daba un premio. Y una maravilla de ahí en adelante cuando me largué a la novela como quien cierra los ojos, levanta los brazos por sobre la cabeza y se zambulle.
Mis primeras novelas no eran muy buenas. Venían a ser como el paso de mi primera a mi segunda época de cocina. Pero, atención, aquí digo gloria y honor a los editores. No a todos, atención, ¡por supuesto que no! A los que dijeron "Bueno, no es ninguna maravilla pero quién sabe; vamos ver, vamos a editar esto". A Daniel, a Jorge, a Paco. Después traicioné a mis padres y a mis madres y empecé a cocinar, digo a escribir novelas, bastante mejor de lo que lo había hecho hasta el momento. Y un día, buen o mal día, según se mire, descubrí que estaba harta de cocinar. Que cincuenta años era una buena performance y que basta.
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Otro buen o mal día me dediqué a burlarme de la cocina. Y con cuatro amigas (Hilda Rais, Ana Sampaolesi, Elvira Ibarguen, Virginia Haurie) escribimos Locas por la cocina con ilustraciones del Negro Fontanarrosa. Advertencia: que a nadie se le ocurra poner en práctica ninguna de las recetas que damos en ese libro, si no quiere morir envenenado entre estertores y convulsiones. Hay una sola, una sola receta verdadera, la de la cabeza guateada, que, sí, señoras y señores, es una receta de mi papá, el que entraba a inspeccionar las cocinas de los restaurantes a los que nos llevaba. Las otras son pura fantasía.
Ya no entro a la cocina más que para lo indispensable. Una torta una vez por semana cuando vienen las amigas a tomar el té. Un postre de vez en cuando si invito a alguien. Y nada más. Pero le debo a esa parte de la casa que da al jardín lleno de césped y árboles, una montaña de felicidad. Hay que entrar a la cocina, mujeres, no tengan miedo. Pero hay que saber salir. Escribir novelas es un buena puerta, ancha y lujosa. Pero hay otras: solamente hay que prestar atención, encontrarlas y arremeter.
Fragmentos del artículo “Las manos en la masa” publicado el 20 de enero de 2010 en la edición digital de la revista de cultura Ñ. Fuente: Clarín.com
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