Por Beatriz Sarlo.
(…) Lo que me obligó a convertirme en lectora fue una prohibición o, mejor dicho, varias. No debía abrir cualquier libro que encontrara en algún estante o mesa de luz de la casa, porque podía no se adecuado para mi edad. La idea de que los mayores leían cosas inadecuadas para los niños, probablemente pésimas novelas de moda, era el aliciente para desearlas porque quería descubrir qué encontraban ellos en esas páginas inadecuadas para mí. La curiosidad por eso que estaba oculto y que tenía consumidores seleccionados según la edad era suficiente como para despertar las fantasías más alocadas.
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Prohibiciones de otra índole regían en la escuela. (…) La regla era que en la escuela se leían sólo libros de la escuela o para ella. El fundamento tenía que ver con los controles que se ejercían sobre lo leído. Debo decir, para ser justa, que los libros de la escuela eran, por su parte, excelentes y, muchas veces, no integraban la llamada literatura infantil.
Prohibiciones suplementarias se originaban en el respeto de los equilibrios adecuados entre la lectura y el cumplimiento de algunas tareas hogareñas: no debía leer si no había guardado mi ropa, o no había hecho mi cama; tenía que dejar de leer de inmediato si alguien, cualquiera de la familia, necesitaba que yo fuera a comprar cigarrillos o provisiones de almacén.
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Como todo lo que funciona entre límites bien establecidos, leer era una actividad atractiva porque sólo podía desarrollarse en ciertas circunstancias y cumplidas algunas condiciones. Nadie se empachaba comiendo acelga hervida o ensalada de lechuga, pero existía la posibilidad de enfermar el cuerpo (arruinarse la vista) o el alma, si se leía de más o equivocadamente.
La Ley de Lecturas Permitidas y Prohibidas fortalecía la capacidad de resistencia hasta convertir al simple hecho de leer en una toma de posición frente al mundo de los adultos. En lugar de conducirme a la lectura a través de los consejos que indican que leer es bueno para los niños porque desarrolla su inteligencia, su imaginación, su creatividad, su vocabulario y su ortografía, me convertí en lectora porque me decían que leer no era invariablemente bueno, que podía resultar peligroso, que la mayoría de los libros eran inadecuados, y que los lectores estaban divididos por edad como si los años definieran límites sociales intransitables.
No propongo el restablecimiento de la Ley de Lecturas Permitidas y Prohibidas como método pedagógico para conducir a los niños hacia los libros. Ninguna pedagogía podría fundarse sobre un acto tan simple. Me pregunto, en cambio, si el discurso edificante sobre la lectura puede recolectar lectores entre niños que están convencidos de que la pasan mejor haciendo otra cosa. (…)
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