¿Cómo es posible que fuera un hombre, Flaubert, y no una mujer quien retratara de forma tan precisa y radiográfica la desdicha y la insatisfacción de una mujer casada, tal como lo hace en Madame Bovary?
La respuesta quizás podamos encontrarla en el magnífico ensayo de Virginia Woolf, publicado en 1929, titulado “Un cuarto propio”.
A fines del siglo XVIII, la mujer de clase media, explica la escritora inglesa, empezó a escribir novelas. Empezó, mejor dicho, a publicar, porque antes hubo “grandes damas solitarias que escribían sin público y sin crítica”. Pero, una vez que comenzaron, debieron sacudirse de encima el polvo acumulado durante años, siglos.
Virginia Woolf percibe, y con razón, una dificultad en la literatura escrita por mujeres durante ese siglo, que consiste en cierta necesidad de defenderse, de identificarse, de usar la pluma como vehículo de proclama. Percibe una voluntad quejosa y también cierto miedo que atenta contra la calidad de la escritura. Solo Jane Austen, opina, escribe sin odio, sin sermones. Pero aún así, pese a su carácter incipiente, la voz de las mujeres aparece. Y eso, indefectiblemente, modifica el mundo. Modifica la mirada de los hombres y modifica también su escritura.
Los hombres, los artistas, los poseedores de almas sensibles que ya venían ejercitándose desde tiempos remotos, pudieron escuchar esa voz y plasmarla. Gracias a esa relación dialéctica, gracias a Jane Austen, a Charlotte y Emily Brontë y a Louise Colette, y gracias, por supuesto, al genio exquisito de Flaubert, existe Emma Bovary. Porque, en palabras de Virginia Woolf: “Todos tenemos en la nuca una mancha del tamaño de un chelín que nunca podemos ver. Es uno de los buenos servicios que un sexo puede hacer a otro: describir esa mancha del tamaño de un chelín en la nuca”.
Fragmentos extraídos del artículo “Hombres sí, maridos no” (infidelidades literarias), de Virginia Cosin, publicado en la Ñ del 21 de febrero de 2009, pág. 18.
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