Este es mi regalo de Navidad para todos aquellos que, alguna vez, le contaron un cuento a alguien. G.V.
Había una vez un pichón de narrador oral que, un buen día, decidió iniciar un viaje hasta el Olimpo de los Contadores de Cuentos. Fue una travesía larga y muy agotadora. Después de mucho caminar y de mucho escalar, el pichón por fin llegó a las Puertas Doradas del Olimpo.
Timbre no había. Sin embargo, las Puertas Doradas se abrieron y lo dejaron pasar. Ahí nomás lo esperaba el Dios del Olimpo, porque el Guardián de las Puertas del Olimpo, ese día, tenía franco.
El pichón lo miró al Dios del Olimpo. Era un anciano frágil, pero de apariencia amenazadora; flaco; todo blanco; la túnica; el pelo lacio y largo; la barba, más larga todavía; el bastón; todo blanco. Salvo los ojos, negros, que lo miraban fijo al pichón. Lo miraban... feo.
–Buenas –dijo el pichón–. Yo soy...
–No me interesa tu nombre –le dijo el Dios del Olimpo con toda su olímpica frialdad–. ¿Para qué viniste?
El pichón tragó con fuerza, lleno de miedo, pero juntó coraje y dijo:
–Quiero ser narrador oral.
–¿Otro más? ¿Qué, hay una moda ahora? ¡Psss! –resopló–. ¿Así que querés ser contador de cuentos, vos? ¿Y cuántos relatos tenés en tu alma?
–Ehhh.... me sé...
–No, salvaje. No te estoy preguntando cuántos te sabés de memoria. Quiero saber cuántos viven en vos.
–Ah ... eh .... tres.
–¡Tres! ¡Y para esto me despertaste de la siesta! –tronó el Dios del Olimpo, mientras se mesaba las barbas para descargar la furia.
–Bueno, perdóneme, es que a mí me gusta mucho contar. Y me hace bien. Y la gente me quiere...
–Esto no es terapia –silabeó en forma amenazadora el Dios del Olimpo, mirándolo fijo al pichón, quien ya sentía que se le estrujaba el estómago.
–Este... yo quiero contar –musitó el pichón.
–¡Callate! Mirá, si vos querés ser contador de cuentos, primero tenés que pasar por las tres pruebas del cuentero.
–¿Qué es eso?
–¡¿Quién habrá sido el profesor de esta bestia?! –se enfureció el Dios del Olimpo. Hacía mucho que no se enojaba–. Mirá, mejor callate. Y oíme bien. Si querés contar cuentos, primero tenés que pasar por la prueba del fuego, la prueba del agua y la prueba del aire.
–Pero eso no estaba en el programa de estudios del Centro Cultural que me dieron a mí. Y dígame, ¿esto tiene algún costo adicional, además de la cuota mensual?
–¡¿Qué hice yo para merecer esto?! –se preguntó el Dios del Olimpo, tirándose de los pelos con minuciosidad– ¿Qué cuento habré contado mal? –clamó, alzando los brazos al cielo–. Oime –se dirigió al pichón–, ¿vos querés contar cuentos, sí o no?
El pichón tragó con fuerza y reunió valor.
–¡Sí!
El Dios del Olimpo tronó los dedos.
El pichón se encontró, de pronto, a bordo de la nave de los cuentos, que surcaba un mar azul. Frente a él, sobre cubierta, estaban sentados todos sus amigos y varios desconocidos también. Demasiados. Y el pichón supo, no se sabe cómo, que tenía que contar sus tres cuentos. Envalentonado, se plantó frente a la audiencia y empezó con el primero, que en el taller de narración oral al que asistía había tenido un éxito fabuloso.
Pero ahí no.
Era un cuento para reír, pero nadie se rió a bordo de la nave de los cuentos. El público lo empezó a mirar con fastidio, a pesar de las ganas y de los esfuerzos del pichón, que jadeaba y transpiraba como un mártir. Cuántas más ganas le ponía a la historia, peor le iba. La gente ya lo miraba con cara de estar oliendo caquita. La nave de los cuentos navegaba cada vez más despacio. El pichón vio como dos de sus amigos encontraban tremendamente fascinante una de las tablas de la cubierta del barco y no apartaban los ojos de ahí, embelesados, mientras el pichón contaba. Y no lo miraban. El pichón ya sudaba a mares. La nave de los cuentos se detuvo con un sacudón y se empezó a ladear peligrosamente.
El pichón vio como una amiga muy querida se acomodaba en su asiento para escucharlo, porque tenía muchas ganas de que le contaran un cuento. Pero se acomodó tan bien, tan a gusto que, poco a poco, empezó a cabecear. Y, hay que reconocerlo, esa mujer hacía grandes esfuerzos para mantenerse despierta, pero el sueño la vencía y ella se desnucaba en su asiento. Y después trataba de despertarse, pero de nuevo cabeceaba y le corría un hilo de baba por el mentón.. El pichón, con la remera mojada por la transpiración que se le pegaba a la espalda, no podía apartar los ojos de esa mujer que cabeceaba; era un imán, lo tenía hipnotizado. La nave de los cuentos comenzó a hundirse, lenta e irremediablemente.
Sin embargo, el pichón terminó el primer cuento en medio del naufragio. “¿Qué estoy haciendo acá?”, se preguntó horrorizado y con el agua que le subía por los tobillos. Estaba colorado por el esfuerzo y el sudor le corría a chorros por la cara. Entonces...
El pichón se encontró otra vez ante el Dios del Olimpo, que estaba tejiendo una carpetita al crochet de una madeja que le sostenía Pulgarcito, sentados los dos a la sombra de un jacarandá en el patio del Olimpo. El Dios del Olimpo tenía que hacer algún trabajito de motricidad fina, para armonizarse los nervios que le había alterado el pichón.
–No doy más. Estoy deshidratado y tengo la boca reseca –gimió el pichón, ya sin fuerzas.
–Jodete –le dijo el Dios del Olimpo con toda su olímpica frialdad, sin levantar la vista del tejido, para que no se le perdiera ningún medio punto–. Vos querés ser contador de cuentos, ¿no?
El Dios del Olimpo tronó otra vez los dedos y el pichón se encontró, de nuevo, a bordo de la nave de los cuentos.
Todo parecía estar en orden. La nave surcaba el mar azul con suma tranquilidad bajo un cielo despejado. Ni rastros del naufragio, como si nada hubiera pasado. Entonces, el pichón supo que tenía que volver a contar.
“No importa. Ahora viene el segundo cuento”, se dijo. “Todo va a ir mejor, porque esta vez sí que se van a reír. Este cuento es mortal.”
Y sí, fue mortal.
En el sentido estricto del término.
No bien empezó a contar, algunos desconocidos lo empezaron a mirar con los ojos vidriosos. Otros, con lástima. Algunos, directamente apartaban la vista. Un viejo le bostezó en la cara con todo desparpajo. El pichón se empezó a molestar. Una señora mayor de la primera fila cuchicheaba animadamente con el señor que tenía al lado. El pichón comenzó a calentarse a fuego lento y firme, al estilo caldero ardiente y beligerante. En eso sonó una campana. “¡Justo ahora!”, se horrorizó el pichón. “¿Qué más puede salir mal?”
Mucho.
Había un perro sentadito entre la concurrencia, un border collie, precioso el bichito lindo, que cuando escuchó sonar la campana, salió ladrando y corriendo enfurecido. Casi se lo lleva puesto al pichón, que siguió contando, caiga quien caiga, aunque fuera él mismo. El pichón sentía que la sangre se le subía a la cabeza, que estaba a punto de estallarle. Pero siguió contando.
El perro regresó a su lado y le empezó a hacer fiestas. Como el pichón no le hacía caso, el border collie se puso panza arriba frente a él y lo miró con sus grandes ojos inocentes y con la lengua afuera. Como el pichón no le daba ni la hora y seguía contando, el perro se incorporó, se sacudió el pelaje largo con fuerza y con mucho ruido, levantó la patita y le orinó una pierna al pichón.
El pichón trató de serenarse.
No lo consiguió.
Por suerte le sacaron al perro de entre las manos antes de que lo transformara en carne picada para mascotas.
Mientras el pichón seguía contando enardecido, a pesar de todo y contra todo, volvió a sonar la campana. Esta vez alguien quería subir a bordo. Era otra amiga suya, una descolgada que llegaba tarde a la contada. Unos marineros izaron un bote salvavidas con esta muchacha, que subió a cubierta parloteando sin cesar con su vocecita de barrabrava que se escuchaba hasta Santa Fe. La provincia argentina, no la calle. Y nadie le dijo que se callara la boca.
El pichón, rojo de rabia, en ese instante se dio cuenta de que no era muy conveniente empezar a asesinar a la concurrencia, a pesar del fuego que lo consumía por dentro. Esta mujer se sorprendió mucho al caer en medio de una presentación de narración oral, porque nadie le había avisado nada. No supo qué hacer. Entonces se paró al lado del pichón, a quien ya se le estaban por reventar las venas del cuello, de tanta presión acumulada. La muchacha empezó a titubear y a hamacarse al lado del pichón, para adelante, para atrás, que entro, que me voy, que sí, que no. Hasta que, por fin, decidió no molestar y sentarse en la única silla disponible: la que estaba a un costado del pichón, donde él iba a apoyar el traste dentro de exactamente tres minutos para contar otro cuento.
–¡No, en esa silla no! –gritó, tirándose de los pelos.
Por suerte le sacaron a esa mujer de entre las manos antes de que la estrangulara.
El pichón, entonces, buscó fuerzas no supo de dónde y siguió contando. A pesar de todo, del calor que tenía; la cabeza que le explotaba; la garganta reseca; la furia; las ganas de llorar, de matar o de matarse. Hasta que, por fin, terminó su segundo cuento. Y, de puro coraje, locura o desesperación, decidió seguir con el tercero. Agarró la silla y...
El pichón se encontró, de nuevo, ante el Dios del Olimpo, que estaba sentado en el patio del Olimpo, esta vez cebando mate y comiendo budín marmolado.
–¿Y, che, qué tal te fue? –le preguntó el Dios del Olimpo con toda su olímpica frialdad.
–Un horror. Pasó que...
–No me cuentes lo que yo ya sé –lo reprendió el Dios del Olimpo–. ¿Cómo te sentiste?
–¡Horrible! Primero sentí que me hundía; y después, que reventaba, que por poco ardía en llamas.
–Pero no te hundiste. Y no explotaste.
–No.
–Seguiste.
–Sí.
–¿Por qué?
El pichón dudó unos instantes, rebuscando en su interior.
–Porque quiero contar –respondió al fin en voz baja.
El Dios del Olimpo sonrió, tal vez recordando algo. Entonces, tronó los dedos. De la nada apareció flotando un sombrero cónico azul con estrellas doradas, que descendió lentamente hasta posarse sobre la cabeza del pichón, quien supo, sin que nadie se lo dijera, que ese era el sombrero del aprendiz de mago, que el Dios del Olimpo de los Contadores de Cuentos le daba como regalo.
El Dios del Olimpo volvió a tronar los dedos y el pichón se encontró, una vez más, a bordo de la nave de los cuentos, ante la misma concurrencia, como si nunca se hubiera ido. Pero ahora el pichón tenía puesto el sombrero del aprendiz de mago y supo que nada podría salir mal. Agarró la silla y se sentó para contar su tercer cuento. Y al acomodarse en su asiento, se dio cuenta, sin que nadie se lo avisara, de que esa era la silla vacía del cuentero.
El pichón, por primera vez, respiró. Se llenó los pulmones de aire y narró desde la silla. Las velas se hincharon. La nave de los cuentos empezó a navegar cada vez más rápido. El pichón contó su tercer relato, uno lleno de magia, y con el sombrero cónico azul con estrellas doradas hechizó a la audiencia.
Vio como los ojos desganados que tenía enfrente se llenaban de interés. A la gente le gustaba la historia. La magia fluyó a través de él, y no hizo nada para obstaculizarla. El cuento cruzó por él y le dio ternura a uno, le tocó el alma a otro, por más que se la quisieran esconder. Hizo brotar una lágrima en unos ojos secos y aparecer una sonrisa en unos labios cansados que ya no se acordaban de lo que era sonreír. La historia pasó y los inundó a todos. La nave voló con las velas al viento. El pichón se sentía flotar a diez centímetros de las tablas de cubierta, hasta que el cuento terminó en medio de aplausos sinceros.
Y entre la concurrencia que se acercaba para saludarlo, felicitarlo, besarlo y pedirle autógrafos, el pichón divisó a Melina.
Melina.
Era su compañera del taller de narración oral, una chica muy bonita que, cuando le sonreía, él automáticamente se transformaba en un infradotado. Cuando la miraba, le temblaban las manos, tanto que se las tenía que meter en los bolsillos, para que no se le notara. Cuando ella se fijaba en él, el pichón se ponía muy torpe, más que de costumbre, hasta se llevaba los muebles por delante. Cuando Melina le hablaba, se le secaba el cerebro y era incapaz de articular ni una sola frase brillante; solo tartamudeaba como un idiota. Después se quería matar, pero ya era tarde. Melina se iba con sus amigas del taller o estaba charlando con otro pichón de narrador oral, un rufián vanidoso que contaba cuentos difíciles de Borges para levantarse a las minitas ilustradas.
Pero ahora Melina venía hacia él sonriéndole, para felicitarlo por su cuento. El pichón se infló. Melina se acercó. Él sintió ese perfume a vainilla que siempre lo volvía loco y comenzó a levitar. Y se aprovechó.
Dejó que ella lo halagara como si fuera, para él, la cosa más natural del mundo. ¡Tantas lo hacían! Los elogios de Melina le cayeron como un bálsamo etéreo y lo hicieron flotar. Se sentía diez centímetros más alto, con diez kilos más de músculos de gimnasio. A Melina, por fin, la tenía muerta a sus pies.
Se pavoneó ante ella como Tom Cruise, sacó pecho a lo Vin Diesel y con voz aterciopelada símil George Clooney le dijo:
–¿Querés que te cuente un cuento a solas, mamita?
Cuando terminó de girar por la cachetada que le pegó Melina, el pichón se encontró otra vez ante el Dios del Olimpo, que lo miraba feo y con los brazos en jarra, en medio del patio. El Dios del Olimpo ya estaba montando en Cólera, Exasperación, Ira, Furia e Indignación. La tropilla completa, bah.
El pichón agachó la cabeza. No soportaba esa mirada recriminatoria.
–Ya sé, ya sé, no me lo merezco –lloriqueó, mientras se quitaba de un manotón el sombrero del aprendiz de mago y se lo alargaba, para devolvérselo.
El Dios del Olimpo sonrió, tal vez recordando algo. Fue algo más fuerte que él. No recuperó el sombrero. No quiso. Más bien tronó los dedos.
Y el pichón de contador de cuentos se despertó en su cama. Estaba sonando el despertador. Eran las seis y media de la mañana. Era lunes y se tenía que levantar para ir al trabajo. “¡Che, qué cosas que sueño!”, rezongó. “No tengo que comer tan pesado de noche.”
Entró a los tumbos en el baño y, cuando se miró de refilón en el espejo del botiquín, creyó ver que traía puesto un sombrero cónico azul con estrellas doradas que, poco a poco, desapareció.
© Gabriela Villano. 2005.
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Para Reyes se viene la segunda parte.
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